Este año participé por primera vez en la marcha del 8M, asistí en la ciudad de Guadalajara. Ahí leí una frase que se incrustó en mi cabeza y en mi pensamiento: “Que el privilegio no nuble tu empatía”. La leí más de una vez, y cada vez resonaba más fuerte. Me cuestioné: ¿haber terminado la universidad, tener un posgrado y trabajar como investigadora en un centro público de investigación es un privilegio? La respuesta parece obvia: sí, sí es un privilegio, desde el hecho de que pocas mujeres están en esta condición. La siguiente pregunta obligada para mí fue: ¿este privilegio está nublando mi empatía o la de mis colegas mujeres? Al pensar en la respuesta, entré en pánico: la respuesta no parece obvia. Me dio terror pensar que mi empatía tambaleaba; me preocupó que la respuesta inmediata no fuera un contundente no.
Entonces, mis recuerdos se remontaron a mis estudios universitarios. Estudié una ingeniería donde predominaban los varones y recuerdo que, en toda la carrera, sólo tuve dos profesoras. Una de ellas recién regresaba de sus estudios de doctorado y, cuando nos enteramos de que nos daría clase, varios de mis compañeros varones mostraron disgusto. La segunda profesora había generado, desde mi punto de vista, una historia de miedo por su número de estudiantes reprobados; de alguna manera, se imponía y generaba un tipo de respeto.
Después, durante mis estudios de posgrado, me encontré con una mayor cantidad de mujeres, tanto profesoras investigadoras como estudiantes. Parecía un espacio más equilibrado por la presencia de más congéneres; sin embargo, me pareció un ambiente más competitivo entre las mujeres profesoras e investigadoras, con una situación de mayor individualismo, quizá porque estaban dispersas físicamente en diferentes áreas de investigación.
Siendo estudiante de posgrado y durante mi formación posdoctoral, me sentí cobijada por grandes mujeres, quienes me confirmaron que el esfuerzo y el trabajo constante son las principales herramientas para la superación profesional. No obstante, parecía que la vida personal estaba condenada a un camino amargo, sobre todo cuando la pareja también es un investigador científico y se comparte el espacio laboral. Me dio la impresión de que las mujeres minimizaban su trabajo, se diluían con la presencia de sus parejas, como si quisieran estar a la sombra de los hombres con quienes compartían sus vidas, como si de esa manera enaltecieran la capacidad de sus compañeros de trabajo, quienes también son el padre de sus hijos. Muchas de estas colegas mujeres son más trabajadoras, más brillantes y realizan más esfuerzos laborales que sus parejas. Me atrevo a decir que también realizan más trabajo en el hogar y quizá también sufren violencia, pero, ¿cómo decirlo? Se prefiere callar. ¿Cómo aceptar que estamos siendo violentadas? ¿Cómo justificar el hecho de no darnos cuenta? Y cuando lo hacemos, la culpa por permitirlo es aún mayor. En estos casos, la pena y la vergüenza suelen ser mayores, lo que nos imposibilita para pedir ayuda y apoyo. Pareciera que no estamos solas, pero lo complicado es que decidimos vivirlo solas.
Me da la impresión de que, en espacios como la investigación científica, hay mayor competencia entre las mujeres por ocupar espacios que tradicionalmente eran de hombres. Ante esta situación, perdemos sensibilidad y, tal vez, no nos percatamos de que también cometemos actos de agresión y violencia entre nosotras. Pienso que, de esta manera, quiero justificar los atropellos que viví durante el inicio de mi etapa laboral como investigadora. Recuerdo la primera vez que salí con el nudo en la garganta de una oficina; me aguanté las ganas de llorar cuando me dijeron que, mientras yo no quisiera hacer lo que me indicaban, afuera había mucha gente con ganas de trabajar, aun después de que intenté explicar de muchas formas que esas actividades no correspondían al proyecto por el cual me contrataron y que eran de un tema que desconocía.
Al principio pensé que sería una aliada y que habría empatía por ser mujer y por ser madre, pero no fue así. Me sentía sobreexigida para el trabajo y sin recibir el reconocimiento por ello. Afortunadamente, encontré otras colegas con las que pude colaborar y hacer alianzas para salir adelante. Otro ejemplo es en la parte administrativa y de recursos humanos: hay trato diferencial entre mujeres, incluso en los obsequios del Día de la Mujer, como si el hecho de ser mujer no fuera suficiente y existiera la necesidad de categorizarnos, en función de qué, no sé, pero sí se percibe la discriminación, el nepotismo, la falta de equidad y de sororidad. Se organizan actos de festejo cuando sabemos que se trata de algo más profundo e importante; pareciera que no hay cabida para la reflexión en ciertos grupos de mujeres.
En el campo de la investigación científica, como en muchas otras áreas laborales, falta mucho por hacer en cuestión de género. Empezando por la equidad, donde se considere que las labores del hogar y el cuidado familiar siguen recayendo en las mujeres; donde se tomen en cuenta las cuestiones biológicas, como los ciclos hormonales y la maternidad, que son grandes temas en todos los ámbitos de la vida femenina. A pesar de que, en la actividad científica, se otorgan tres años de holgura entre mujeres y hombres para delimitar su participación en diversas convocatorias, no es suficiente, porque las mujeres seguimos haciendo más trabajo no remunerado en comparación con los hombres.
Se tiene que reconocer que hemos avanzado mucho en identificar las violencias y en darles nombre, como el micromachismo en todas sus variantes. La invitación es a seguir reflexionando sobre nuestras acciones, sobre lo que estamos generando entre nosotras y cómo nos estamos tratando desde una situación de privilegio, sea cual sea. Con la intención de ser más conscientes, mantenernos sensibles, empáticas y sororas en todos los ambientes de nuestra vida.